Desde el Infierno

Oscuridad y niebla, es todo cuanto me rodea. Las escasas luces de Berner street titilan con un brillo débil, logrando a duras penas atravesar la espesa capa gris que se cierne sobre la ciudad. Enormes volutas cenicientas ocupan la calle, ocultándola con agresividad intermitente. Este juego de luces y sombras, unido al movimiento vacilante de los que la transitan, crea un tétrico espectáculo de siluetas que aparecen, cambian, se agrandan y desvanecen, un circo nocturno al triste son de los gritos de los borrachos y las rameras. Es esa la perpetua música que se escucha en este rincón de Londres. En Whitechapel, mi Whitechapel.

Traicionera, esa es la palabra. La noche parece aliarse con el asesino, proporcionarle un manto, ampararlo en sus atrocidades. Tengo buena vista, pero desde donde estoy apenas llego a distinguir lo que hay al otro lado de la calle. De la acera opuesta llegan sonidos de voces y música. Es el Club Internacional de Trabajadores, una asociación obrera llena de anarquistas. Con la espalda apoyada al muro de una tienda, finjo no hacer nada. Me oculto a plena vista, igual que el asesino. Los demás policías patrullan de una calle a otra, yo prefiero quedarme quieto. Él sabe cómo evitarlos, calcula la frecuencia con la que hacen las rondas, conoce bien el barrio. Pero yo también.

«Aléjate, esto huele mal», me dice el fantasma. «Haz como que patrullas, no te metas donde no te llaman y ya está», añade. Típico de él, preocuparse de sí mismo y ya está, olvidando cualquier sentido del deber. «¿Qué deber?», dice, adivinando mis pensamientos. «Tus propios compañeros te desprecian, solo te han hecho venir porque eres del barrio». Tiene razón. Mi carrera de policía ha estado estancada desde el inicio, si me han pedido que venga es porque conozco las calles y a la gente. Pero no me voy a dejar amedrentar por un espectro. ¿Qué importa el motivo de estar aquí, si con ello puedo evitar una muerte?

La niebla parece dar una leve tregua, dejándome ver la mayor parte de la calle. En la otra acera, una mujer camina sin prisa. Ella también patrulla, aunque de otra manera. La he visto por el barrio, su nombre es Elizabeth, pero la llaman Long Liz, puede que por su complexión larguirucha. Llevo un rato vigilándola. Tiene un aire de fragilidad y decadencia similar a las otras víctimas, y eso me hace pensar que él se fijará en ella. Ha hablado con varios viandantes durante la última hora. Uno incluso ha forcejeado con ella por algún motivo, quizás para robarle, aunque luego se ha ido. Ella ha permanecido en ese lado de la calle, decidida a encontrar un cliente. De vez en cuando se frota las manos para calentarlas, gesto que me hace notar el frío y la humedad. Parece mentira que solo estemos a veintinueve de septiembre. Bueno, a treinta, pienso al recordar que ya ha pasado la medianoche.

Seducción desesperada, ese es el juego de Liz. Como tantas otras mujeres en Whitechapel, vende su cuerpo por una miseria. Imagino a las beatas ricachonas que, desde sus mansiones en Mayfair, sentadas en cómodas butacas de terciopelo frente a la chimenea, hablarán de los asesinatos. Se lo merecen, dirán, a fin de cuentas, ¿qué mujer decente camina sola por la noche en esos barrios? La sangre me hierve al pensarlo, pues se atreven a justificar la muerte más indigna de una mujer sin conocerla siquiera. Sin saber que trabajan día y noche limpiando, cosiendo y sirviendo, sin ni siquiera ganar lo necesario para pagar un cuartucho frío en el que dormir. Por eso acaban en la calle, haciendo cualquier cosa para sobrevivir al menos hasta el día siguiente. ¿Cómo se van a asustar por un asesino, cuando el hambre las amenaza de muerte a diario?

«Que sí, que hay pobreza, que las clases altas nos exprimen…», dice el fantasma, hastiado. «Hablas como los socialistas del club de ahí enfrente, ¿lo sabías? Le dije una vez a Madre que leer tanto no te hacía ningún…». Shhh, calla, le digo sin palabras. Long Liz está hablando con alguien. No puedo verle la cara, lleva chaqueta, pantalones oscuros y una gorra del mismo color. ¿Un estibador? ¿Un mozo de almacén? Es difícil de decir con tan poca luz. Negocian durante un par de minutos, tras lo cual se dirigen hacia Dutfield’s Yard. Es un estrecho callejón entre el club y el siguiente edificio, separado de la calle por unas puertas de madera. Suelen estar cerradas, pues sé que los del club lo usan para guardar sus carros de mercancías, pero, por algún motivo, ahora están abiertas de par en par. La oscuridad en el callejón es tal que Liz y el desconocido desaparecen tras el umbral en apenas un instante, como si se hubiesen sumergido en un océano de sombras.

De forma repentina, mi corazón se acelera. Me doy cuenta de que, en el fondo, no pensaba que este momento llegaría. Tengo que ir tras ellos, ahora lo tengo claro, y una sensación, vieja conocida de mi conciencia, me asalta. Me obligo a ignorarla y empiezo a caminar hacia Dutfield’s Yard, sin prisa pero sin detenerme, como un reo que acude al patíbulo. «¿Por ella sí?», pregunta el fantasma. «¿Por una fulana? ¿Dónde estaba esa valentía hace cinco años?». Prefiero no responder. En lugar de ello, me concentro en la boca del callejón, cada vez más cercana, cada vez más oscura.

Tu oportunidad es esta, me digo. La de ser un héroe. Para todos, policías y habitantes de Whitechapel. Ninguno de ellos me ve con buenos ojos. Para los primeros soy un desgraciado salido de las cloacas, para los otros soy un vendido que traiciona sus orígenes. Quizás con esto cambien de opinión, no pueden odiar al que aprese al asesino. A Madre le agradaría, yo lo sé. Ella no lo dice, finge no darse cuenta del desprecio de los vecinos, pero lo nota. Se me encoge el corazón al pensar en ella, una pobre costurera que ha sacrificado todo por sus hijos. Se merece lo mejor, y es mi deber dárselo. Llego ante las puertas de madera, que siguen abiertas. Aguantando la respiración, sin concederme tiempo para arrepentirme, me interno en el callejón y dejo que la oscuridad me trague.

Manto de la noche, ocúltame, pienso nada más entrar, mientras pego mi espalda contra el muro del lado izquierdo. El fondo del callejón está levemente iluminado, pues en el lado derecho hay una puerta de servicio del club, por cuyos resquicios se cuela algo de luz. Pero donde estoy yo no hay iluminación alguna, lo cual, si bien me permite no ser visto, también me impide ver lo que hay a mi alrededor. La oscuridad en este rincón es total y opresiva, densa como el lodo. El pecho me late cada vez con más fuerza, por lo que intento calmarme. Me concentro en los sonidos. Está claro que hay alguien cerca, a pocos pasos. Creo que están junto al muro del club. Pero lo que oigo no se corresponde a un encuentro sexual, no hay susurros ni jadeos. Es algo distinto e inquietante. Una especie de silbido, un golpe sordo casi imperceptible, alguien que se mueve. Puede que sea la incapacidad de ver, pero tengo la sensación cada vez más intensa de estar ante la presencia del mal. Me gustaría poder gritar, dar la voz de alarma, pero no puedo hacerlo hasta estar seguro. Si llegaran otros policías para encontrarme en un callejón frente a una prostituta y un cliente en plena faena, sería el hazmerreír. Tengo que esperar, eso está claro. Casi he conseguido calmar el torrente que corre frenético por mis venas cuando, de repente, un estruendo de madera, y resuello animal invaden Dutfield’s Yard.

Surge, a través de las puertas de madera, un caballo atado a un carro. Debe de ser uno de los empleados del club, que lo lleva de vuelta al callejón. Mierda, pienso, tenía que pasar justo ahora. Decido permanecer pegado al muro, sin descubrirme. Si me presentara ante el cochero así, agazapado en la oscuridad, podría pensar que soy un asaltante y atacarme, dándole al desconocido que está con Liz la oportunidad perfecta para escapar. No, lo mejor es que me quede donde estoy. El caballo avanza con lentitud hasta llegar a pocos pasos de donde me encuentro. Por algún motivo, el animal profiere un breve relincho y se desvía hacia la izquierda. Aquel extraño giro parece alarmar al conductor, que lo detiene y desciende del carro. Por lo que oigo, sé que se se acerca al muro derecho del callejón y se agacha. Parece estar examinando algo. Un chasquido y la breve visión de una chispa de luz me indican que está intentando encender una cerilla, sin éxito. Como no lo consigue, se levanta, camina hasta el fondo del callejón y entra por la puerta de servicio del club, imagino que para buscar a alguien. Casi sin darme tiempo a reaccionar, noto una sombra que pasa junto a mí. Rauda y sin detenerse, rodea el carro y corre hacia la salida del callejón. Al llegar allí, la luz de la calle le golpea con fuerza. Es el hombre que estaba con Liz, aunque no me da tiempo a verle el rostro. Temiendo lo peor, me dirijo hacia el lado derecho, el lugar en el que el cochero no logró encender la cerilla. Tras varios intentos, consigo hacerlo. Un par de segundos me bastan para confirmar mis peores sospechas: Long Liz yace ante mí, inerte, con los ojos desencajados y una enorme herida en la garganta de la que aún gotea sangre. Algo se apodera de mí, un ímpetu que no había sentido nunca y que me empuja a correr hacia la salida del callejón para perseguir a su verdugo. Sé que tendría que quedarme aquí, entrar en el club, identificarme y mandar a alguien a alertar a otros policías, pero eso daría tiempo al criminal para huir y esconderse. Empujado por una extraña sensación, tal vez eso que llaman valor, recorro Berner street, intentando distinguir en la distancia cualquier silueta que se corresponda con la del asesino. Al mirar hacia el suelo, noto unas manchas rojizas distanciadas unos pocos pasos unas de otras. No cabe duda, son de sangre, y el brillo me dice que son recientes. No ha tenido tiempo de limpiar su cuchillo. He hecho bien en ir tras él, pues en pocas horas, con el polvo y la humedad, este rastro se borrará.

Conduce hasta la City, me digo tras seguir durante varios minutos el tétrico camino de diminutas marcas de sangre, cada vez más débiles y espaciadas. El distrito de la City of London tiene su propio cuerpo de policía, lo que significa que, atravesando unas pocas calles, el asesino entrará en una zona donde ningún agente de Scotland Yard estará patrullando. Maldiciendo entre dientes aprieto el paso, rezando para que no se me escape. «En serio, voy a empezar a tomarme lo de este repentino coraje como algo personal», farfulla el fantasma con fastidio. Tampoco puedo reprochárselo. Gareth era el valiente de los dos, desde que éramos niños. No había problema, desafío o pelea callejera donde él no se metiera. Solía jugar con los demás chiquillos del barrio cerca de los muelles. Yo evitaba ir por allí. Una vez había estado a punto de caerme el agua, y desde entonces le he tenido pánico al río. Aún hoy tengo pesadillas con la idea de ahogarme, con la sensación del agua que invade mis pulmones, impidiéndome gritar y respirar.

Hasta más o menos el límite entre Whitechapel y la City logro seguir el rastro de manchas. Me doy cuenta de que son cada vez más escasas, pero al mismo tiempo más frescas, lo que significa que me lleva poca ventaja. Al fondo me parece distinguir una figura, a la altura de Aldgate Pump. Es él, no cabe duda. Camina a ritmo lento, está claro que se siente seguro ahora que ha salido de Whitechapel. Intento mantener una distancia constante pero sin perderlo de vista, esperando que la niebla me haga pasar desapercibido. El fantasma tiene razón, esto no es propio de mí. Siempre fui el hijo miedoso, el responsable. Cuando Gareth hacía de las suyas, yo me quedaba en casa, bajo la atenta mirada de Madre. Mientras ella cosía, yo leía. No teníamos dinero para libros, así que leía lo que encontraba por las calles, periódicos atrasados, viejos folletines, panfletos mugrientos y arrugados. Al menos conmigo ella estaba tranquila. Las madres de Whitechapel sufren sin tregua. Sus hijos pasan hambre, enferman, frecuentan los peores bares y burdeles, se emborrachan, pelean y mueren. Algunas ven morir a todos sus vástagos, de una forma u otra. Las llamamos madres sin hijos, y es fácil distinguirlas en la calle, vagando solas y con la mirada perdida, sin ver nada más allá de la triste existencia que les ha tocado vivir. Nunca he querido eso para la mía, por eso me he mantenido alejado de los problemas. Incluso aquella vez que Gareth me pidió que lo acompañara. «Necesito que me cubras las espaldas», dijo.

La sombra ha doblado una esquina cerca de Mitre square. Al llegar allí, me detengo, confuso. No logro verlo, a pesar de que la niebla es menos densa en esta calle. Camino unos cuantos pasos con cautela. Me mantengo pegado al muro de un caserón abandonado, escrutando sin éxito a mi alrededor y temiendo haberlo perdido de vista para siempre. El repentino ruido a mis espaldas apenas me da tiempo a reaccionar y, en cuestión de segundos, alguien me aferra con fuerza por detrás, sujetando mi brazo con una mano y apretando un afilado cuchillo contra mi cuello con la otra. «¿Se ha perdido, patrón?», susurra, «¿O es que me está siguiendo?». El corazón me late a toda velocidad y el miedo me agarrota los sentidos, por más que intente pensar con claridad. ¿Sabrá que soy policía? Quizás se conforme con robarme. Me tiene agarrado con fuerza, por lo que al menor esfuerzo podría matarme. Intento mirar hacia abajo para descubrir algún detalle, la ropa, un tatuaje en el brazo, cualquier cosa que me ayude a identificarlo más adelante. Pero es inútil, la hoja contra mi garganta me impide siquiera mover la cabeza. «Venga por aquí, patrón», me dice, llevándome a un lado del caserón. Hay unas escaleras que descienden desde la calle hasta una puerta de servicio. «Sin sorpresas», añade, «No vaya a hacerse daño, patrón». Desprende un olor nauseabundo, una mezcla de sudor, suciedad y sangre. Habla arrastrando las palabras y con una jerga de los bajos fondos. Me obliga a bajar los escalones y, al llegar hasta la puerta, la empuja con un golpe seco. El desgastado pomo cede sin resistencia, dando paso a un oscuro sótano. El aire está enrarecido, cargado de polvo, humedad y algo más, una esencia que no logro distinguir. El desconocido examina la habitación de un lado a otro, evaluando la situación. Nunca ha estado en este lugar, se nota que lo de traerme aquí ha sido algo improvisado.

Ávida, casi temblorosa de excitación, la mano que sujeta el cuchillo lo balancea contra mi cuello, como si estuviera sopesando lo que va a hacer. Si quiero salir vivo, tengo que reaccionar. Ojalá no estuviera solo. Ojalá Gareth estuviera aquí. Ahora entiendo lo que debió de sentir cuando me negué a acompañarlo. Necesitaba a alguien que le cubriera las espaldas y yo me negué; no quería meterme en sus líos. A la mañana siguiente, su cuerpo flotaba inerte en el río, apaleado sin piedad. Un problema de deudas, al parecer. No sé por qué mi cabeza insiste en retraerse hacia el pasado cuando debería concentrarme en lo que pasa en este sótano. El extraño olor de la habitación me distrae, aún no sé lo que es, pero trato de ignorarlo. Tengo que zafarme de mi atacante como sea. Podría intentar empujar su brazo derecho hacia delante para aflojar la presión del arma y, después, golpearlo con el codo. Podría aturdirlo, lo suficiente como para escapar y pedir ayuda.

Y quizás podría… No llego a terminar ese pensamiento. Como si leyera mi mente, el asesino esgrime el cuchillo con una velocidad pasmosa y me lo clava en el estómago, una y otra vez. Me doblo, emitiendo un aullido de dolor, y él me deja caer. Noto la sangre tibia y pegajosa que mana copiosa a través de mis manos. Miro hacia arriba, intentando ver la cara de mi verdugo, pero apenas logro distinguirlo, me siento mareado. Ante la torpeza de mis movimientos, él ríe. «No se preocupe, patrón, no durará mucho. Y no tenga miedo al Infierno, ya está en él. Nacemos en él. Ahora usted se va a otro lugar, pero yo me quedo aquí, apresando almas. Yo pertenezco al Infierno, ¿sabe, patrón?». No entiendo nada de lo que me dice, solo sé que se ha dado la vuelta y está atravesando la puerta, rumbo a las escaleras que lo llevan de nuevo a la calle.

Ubicua y estridente, la carcajada de euforia que emite antes de salir resuena en los muros del sótano. Luchando por contener la hemorragia en mi estómago, me pongo en pie, apoyado contra la pared. Hay un ventanuco que da a la calle, a la altura de la acera. Si alguien pasa, puedo pedir ayuda. Intento gritar, pero el esfuerzo hace que me venga una arcada que me corta la respiración durante un momento. Siento que me voy a ahogar en mi propia sangre. No veo a nadie, solo los pies de mi captor, alejándose del caserón. Tras recorrer la calle y llegar a la entrada de Mitre square, se detiene. Parece estar hablando con alguien. No logro ver con claridad, pero creo distinguir una falda. Es una mujer. Otra más. No ha podido hacer todo lo que quería con Elizabeth y ahora se va a resarcir. Corre, desgraciada, pienso, no vayas con él. Mis esfuerzos por hablar son vanos, cada vez que lo hago noto el sabor oxidado de la sangre a través de mi paladar.

Muerte, ese es el olor que invade este lugar, el que no conseguía discernir. La muerte de Long Liz, la de la desdichada que ahora habla con él. Y mi propia muerte, oculto y olvidado en este sótano. Puede que pasen semanas hasta que encuentren mi cuerpo. Ni siquiera lo relacionarán con el asesino, pensarán que ha sido un atraco con apuñalamiento. Una muerte inevitable, dirán, igual que la de Gareth. Pero la suya no lo fue. Yo podría haberla evitado, si lo hubiera acompañado. Si no hubiera tenido miedo. Desde entonces, su espíritu se pasea por mis recuerdos, torturándome entre provocaciones y reproches. Pienso en Madre. Pasará el resto de su vida como una madre sin hijos, cosiendo día y noche para pagar el alquiler hasta que sus dedos encallecidos se nieguen a continuar, condenándola a la indigencia y a Dios sabe qué más. ¿Dónde está el fantasma? ¿No tiene nada que decir? Esta es su venganza, pienso, dejarme morir solo. Sigo apretando la herida, pero siento que la vida se me escapa como un caudal de agua. Las arcadas, cada vez más frecuentes, me hacen toser de forma compulsiva. Después de todo, voy a acabar ahogándome como en mis pesadillas. Mi visión se nubla cada vez más. El desconocido y su nueva víctima han terminado de hablar y se dirigen a la plaza para consumar su acuerdo. Antes de desaparecer por la esquina, él se gira y dirige sus ojos hacia el ventanuco, casi como si supiera que lo estoy viendo. Entonces sé que tiene razón: esa mirada solo puede pertenecer al Infierno. No puedo más, mis piernas ceden. Los sonidos desaparecen, los olores se funden en la nada y las luces y las sombras a mi alrededor se desdibujan. Lo único en lo que puedo pensar es en esa voz, esa risa, esos ojos… Se mezclan con mis miedos y, sin que yo pueda hacer nada, forjan el último despojo de mi moribunda mente, justo antes de que una arcada de sangre me envuelva para siempre en niebla y oscuridad.

Relato publicado originalmente el 24/10/2020 en el foro “Ábrete, libro” como parte del concurso de otoño sobre Terror. El relato está inspirado en el caso de Jack el Destripador, concretamente en la noche del 29 al 30 de septiembre de 1888, cuando el asesino mató a su cuarta y quinta víctimas. Por una coincidencia, este relato fue escrito la noche de entre el 29 y el 30 de septiembre de 2020, exactamente ciento treinta años después de los asesinatos.