De maniquíes y pistolas
En la década de los ochenta y parte de los noventa mi abuela trabajó en unos grandes almacenes. Siguió la misma rutina cada día, sin fallar ni uno solo. Se levantaba a las siete y media, se aseaba, nos preparaba el desayuno y se iba para estar allí a las nueve, una hora antes de la apertura. Volvía para comer y luego regresaba al trabajo hasta las nueve de la noche, hora de cierre. Así durante quince años y hasta el día de su jubilación, de lunes a sábado.
Después de cenar y de ver la tele un rato con nosotros, se encerraba en su habitación. El motivo era un misterio para toda la familia, aunque yo sabía lo que hacía: escribir a máquina. Lo averigüé cuando empecé segundo de BUP. Me acostaba tarde para estudiar y, cuando la casa dormía silenciosa, podía escuchar el teclear constante proveniente de su cuarto. Sin dar tregua a la vieja Olivetti que conservaba desde sus tiempos de secretaria en un despacho de abogados, la abuela golpeaba cada tecla con un repiqueteo firme y constante. Lo que escribió, nunca nos lo dijo, y mantuvo esa rutina noche tras noche hasta que se jubiló, siempre de lunes a sábado. Después, ya no volvió a escribir.
El enigma no se desvelaría hasta años después, cuando, al vaciar la habitación tras el funeral de mi abuela, encontramos sus escritos. Allí estaban, colocados ordenadamente en dos estanterías, con una ortografía y formato impecables, los relatos que escribió durante quince años. Narraciones de los grandes almacenes y sus empleados. Historias sobre lo que hacían, decían y padecían. Algunas de ellas tan dispares que, aparte del lugar en el que transcurrían, no parecían tener un nexo común entre sí. Las había de todas clases, desde anecdóticas banalidades hasta profundas reflexiones. Algunas resultaban increíbles hasta el punto de hacernos dudar de su veracidad, y otras mostraban tal agudeza satírica que me sorprendió que vinieran de mi abuela, siempre tan callada y discreta.
Durante años, el día del aniversario de su muerte, nos reuníamos y hablábamos de ella. Muchas veces sacábamos sus historias y las leíamos en voz alta. Cada uno tenía su preferida. “Lee la de la caja registradora rota”. “No, no, la del cliente cleptómano”. “La de los maniquíes que se besan, lee la de los maniquíes”, decía yo. Mi favorita era la de los maniquíes.
***
En muchos sentidos, Galerías Velasco era una gran familia. Una en la que no todos sus miembros se caen del todo bien, pero que se reúnen de vez en cuando para las celebraciones. Había cosas que se decían y muchas otras que no. Todos pensaban que las dependientas del departamento de Joyería en la planta baja, capitaneadas por Pura, eran arrogantes y criticonas. Los de Moda Caballero, en la segunda, presumían de tener los modales de un mayordomo inglés. Los de Electrodomésticos en la tercera planta poseían una labia envidiable, mientras que los de Oportunidades, en el primer sótano, eran conocidos por su carácter huraño. Todos los del Supermercado, planta baja, reían las ocurrencias de Maite y Julián, que trabajaban en la carnicería y que, tras treinta años casados, se pasaban el día echándose reproches mutuamente.
Pero, sin duda, quienes más dieron que hablar fueron Isabel, de Moda Señora en la primera planta, y Ricardo, de Bricolaje en la cuarta, más conocidos como “Romeo y Julieta”. Ambos jóvenes, guapos —aunque, según Pura, no lo eran tanto— y protagonistas de muchos de los cotilleos que circularon entre dependientes, jefes de planta y transportistas.
Se habían conocido en los grandes almacenes. Isabel no tardó en llamar la atención de la mayoría de empleados solteros —y algún que otro casado— que la conocieron. Era guapa, enérgica y tenía una penetrante mirada cargada de inteligencia. Los líos entre dependientes eran algo común, pero ella supo mantener a raya a todos los que la pretendieron. Tenía una forma sutil y a la vez firme de rechazarlos, lo cual sólo hizo que la desearan más. Ricardo supo que, si quería superar a la competencia, tenía que destacar.
Una mañana, antes de que abrieran al público, Isabel se disponía a reorganizar los maniquíes de un escaparate cuando halló algo fuera de lo normal. Dos maniquíes estaban en una postura diferente a como los había puesto la última vez. Representaban a un hombre y a una mujer sentados en unas sillas de jardín en ropa casual. Sin embargo, no recordaba haberlos colocado tan juntos y mirándose el uno al otro, como dos enamorados. Cuando se acercó más para examinarlos, notó un detalle que le hizo comprender quién los había puesto así. El maniquí-mujer tenía un colgante similar al que la misma Isabel solía lucir en el cuello, mientras que el maniquí-hombre llevaba una bolsa de bricolaje alrededor de la cintura, en la que descansaba una moderna pistola de silicona. Cuando los almacenes habían recibido las nuevas pistolas de silicona, Ricardo había sido el primero del departamento de Bricolaje en aprender a usarlas, además de ser el mejor vendedor de dicho producto. Isabel supo que él estaba detrás de esa puesta en escena. Era una forma de mandarle un mensaje. Sin decir nada, Isabel colocó ambas figuras en su posición original, les quitó el colgante y la pistola y volvió a sus tareas cotidianas.
Durante los días siguientes, la situación se repitió. Cada mañana, cuando Isabel comprobaba el escaparate, hallaba a los maniquíes en una posición diferente. Unas veces el maniquí-hombre apoyaba su mano en la del maniquí-mujer. Otras, ella tenía la cabeza ligeramente alzada, como riendo ante una ocurrencia de él. El colgante y la pistola de silicona siempre estaban en la escena, de una forma u otra. Al principio, Isabel intentó ignorar la situación. Colocaba cada cosa en su sitio y continuaba sus tareas como si nada, pero después de una semana se sorprendió a sí misma sonriendo ante la intriga y preguntándose qué nueva escena se encontraría en el escaparate al día siguiente. Decidió que era hora de hablar con Ricardo.
—Creo que esto es de tu departamento —le dijo un día mientras le devolvía la pistola de silicona.
—Vaya —dijo él, sonriendo a medias—. Me preguntaba dónde la había dejado…
—Me estás haciendo trabajar más, ¿lo sabes? Todas las mañanas tengo que volver a ponerlo todo donde estaba…
—Bueno, a lo mejor podemos resolverlo.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo? —Isabel quería parecer enfadada, pero no pudo evitar sonreír.
—Con un café.
—¿Un café?
—Sí. En una terraza. Igual que los maniquíes.
—Y después, ¿dejarás de cambiarlos de sitio?
—Sí. Si te tomas un café conmigo, dejaré de cambiar de sitio esos dos maniquíes.
A Isabel no se le pasó por alto el matiz en “esos”, pero no quiso insistir.
—Muy bien —respondió—. Pues nos tomaremos un café.
Naturalmente, la cosa no quedó ahí. Unos días después del café, Isabel encontró otros dos maniquíes cambiados de sitio. Eran distintos a los de la primera vez —en eso, Ricardo había mantenido su promesa—, pero estaban colocados de manera parecida. En esta ocasión, vestidos elegantemente y sentados a una mesa cubierta con una mantelería de lujo, cubiertos de plata y copas de cristal finamente adornado. Ricardo la estaba invitando a cenar.
A partir de entonces, los mensajes a través de los maniquíes se sucedieron sin descanso. Un día las figuras paseaban de la mano en traje de baño, presagiando que Ricardo la llevaría a la playa. Otro día estaban sentados en un banco, lo que significaba paseo romántico por el parque. Cada mañana, Isabel se dirigía con impaciencia hacia los escaparates, deseosa de descubrir qué nueva propuesta le harían aquellas inanimadas figuras. Y no era la única; la noticia de su relación había corrido como la pólvora, haciendo que todos los habitantes de Galerías Velasco aguardaran cada día con expectación. La primera pregunta que se hacían al llegar al trabajo era: ¿Qué dicen los maniquíes hoy?
De haberse alargado mucho la situación, habría acabado siendo parte de la rutina, una de las muchas constantes que movían los mecanismos de aquel microuniverso. Lo de los maniquíes había sido una idea original, pero, pasado un tiempo, poco podía hacer Ricardo para superarlo. Y, sin embargo, lo hizo. Una mañana de marzo, Carolina, de Juguetería en la primera planta, oyó murmullos al otro lado del pasillo, en la sección Moda Señora. Al acercarse, vio a una decena de dependientes agrupados, todos cuchicheando con emoción. Frente a ellos, una atónita Isabel contemplaba a dos maniquíes vestidos de boda. El maniquí-hombre, ataviado con un frac y luciendo la inconfundible bolsa de bricolaje con la pistola de silicona, estaba arrodillado ante el maniquí-mujer, vestida de novia y llevando el colgante habitual.
—¿Has visto? —le dijo Maite a Julián en la carnicería, cuando la noticia recorrió los grandes almacenes hasta el último departamento—. Eso es una proposición como Dios manda, y no lo que hiciste tú conmigo.
—¿Y qué hice yo contigo? —preguntó Julián, refunfuñando.
—¡Pues eso digo yo! La tuya fue decirme “Pues nos casamos, ¿no?”, y ya está. Anda que vaya tino tuve al decir que sí. ¡Si hubiera sido más lista!
—Pues ojalá lo hubieras sido, ojalá… —respondía Julián, ante los incómodos clientes que esperaban su pedido.
—Menudo figura, el Ricardo este —comentaba un dependiente de Muebles, tercera planta, con otro—. Ha ido como una bala y lo ha conseguido, el tío.
—Oye, ¿y tú crees que lo de los maniquíes funcionará también con Rosa, la de los Perfumes? —preguntó el otro.
—Hombre, por probar puedes probar, pero no creo que tenga el mismo efecto. Esto son cosas que funcionan la primera vez que se hacen.
—Ay, me encantaría que me pidieran casarme de esa forma —dijo Eva, de Joyería.
—Huy, pues a mí me ha parecido de mal gusto —respondió Pura, con desdén—. Eso son cosas privadas, no hay que preguntarlas con tanto espectáculo.
—Ah, ¿sí? Pues yo que pensaba que a ti Ricardo te hacía tilín cuando llegó…
—¿A mí? —se apresuró a desmentir Pura—. ¡Sí, hombre! Yo uno que hace cosas tan horteras no lo quiero ni en pintura. Que se lo quede Isabel, que le pega más todo eso.
Fuera como fuese, los interminables murmullos y conversaciones no parecieron afectar a la joven pareja, que en cuatro meses planeó su boda sin casi percatarse del efecto que causaba a su alrededor. Tras una luna de miel en Menorca volvieron al trabajo, fundiéndose lentamente en la rutina y siendo mencionados cada vez menos en las conversaciones cotidianas. Ya no hubo más mensajes a través de maniquíes, pero tampoco los necesitaron. Se querían, y eso bastaba.
Aquella felicidad conyugal, tan genuina que los demás evitaban comentarla, se habría mantenido de forma indefinida de no ser porque una mañana, apenas tres años después del feliz enlace, Isabel llegó al trabajo antes que de costumbre. Su semblante serio apenas lograba enmascarar el temblor en los labios y el brillo lloroso de su mirada.
—Isabel, ¿estás bien? —le preguntó Carolina, con preocupación.
La joven no respondió. Manteniendo una expresión tensa, se excusó para ir al baño y se alejó apresuradamente, dejando tras de sí un rastro de miradas confusas.
El estupor ante aquel cambio no duró demasiado. Las malas noticias saben hallar su camino, y no pasó mucho tiempo hasta que todo el mundo, desde el aparcamiento del segundo sótano hasta la cafetería en la cuarta planta, supo la verdad.
—Como lo oyes, le ha puesto los cuernos —le dijo Eva, de Joyería, a Rosa, de Perfumería.
—¿Quién? ¿Isabel a Ricardo?
—¡No, tonta! Él a ella.
—¿Qué me dices? ¿Y con quién?
—Con una camarera de un bar del centro. Los de Bricolaje suelen ir a ver el fútbol, y se ve que allí la conoció.
—Todos lo sabíamos —reconoció Marcelo, de Bricolaje, mientras hablaba con Carlos, de Listas de Bodas—. Le decíamos “Ricardo, ten cuidado, que te vas a quemar…”, pero nada…
—El Ricardo este estaba muy confiado —le dijo Matías a Paco, mientras reponían los congelados del supermercado—. Dicen que hasta salía a pasear con la otra, le daba igual que lo vieran.
—Y lo peor es que la otra llamó a su casa —continuó Eva, cuchicheando para que sólo Rosa la oyera— Así fue como Isabel se enteró de todo.
Isabel era consciente de todo el tráfico de rumores y cotilleos que orbitaba en torno a su vida. No le hacía falta escucharlo, lo notaba en las miradas de condescendencia, en los silencios abruptos que se formaban cuando ella llegaba. En la falsa normalidad cada vez que alguien le daba los buenos días. Intentaba concentrarse en su trabajo, no pensar en ello, pero no lo lograba. En casa tenía que soportar las constantes súplicas de Ricardo, que le juraba una y otra vez que no volvería a pasar, y en el trabajo tenía que fingir no darse cuenta de que todos hablaban del mismo tema.
Para colmo, a los pocos días todo empeoró. Al llegar a su sección encontró a dos maniquíes colocados como si estuvieran besándose. Era otro mensaje de Ricardo. Un intento de reconquistarla del mismo modo que la primera vez. Conteniendo un bufido de indignación, separó a las dos figuras y volvió a su trabajo.
Al día siguiente, no era una pareja de maniquíes la que se besaba, sino dos. Y al siguiente cuatro, y luego ocho. Dondequiera que mirara, Isabel sólo veía parejas besándose, continuos gritos de perdón de Ricardo. Y, cada vez que miraba a los maniquíes, no podía evitar recordar lo que él le había hecho.
Era improbable que el creciente número de maniquíes que amanecían besándose pasara desapercibido. A los pocos días, llegó hasta los más altos niveles de Galerías Velasco.
—¡Jiménez!
—¡Buenos días, señor Velasco! No sabía que hoy iba a venir usted.
—No me venga con esas. Usted es el director del centro. ¿Me quiere decir lo que está pasando con los maniquíes?
—¿Los maniquíes?
—Sí. Están todos colocados como si se estuvieran besando. ¿Qué broma es esta?
—Ah, ya entiendo —respondió Jiménez en tono conciliador—. Es sólo algo que hace uno de nuestros empleados para que su mujer lo perdone.
—¿Cómo? ¿Y usted lo sabía? ¿Cómo ha permitido esta indecencia?
—Es algo inofensivo. Las dependientas ponen los maniquíes en su posición original antes de la apertura del centro… Es un buen empleado, ¿sabe? El mejor vendedor de la línea de pistolas de silicona. Sólo está pasando un mal momento con su mujer…
—No me gusta esto, Jiménez, no me gusta. Procure que no se pase de la raya.
—Por supuesto, señor Velasco. Para eso estamos.
Con advertencias o sin ellas, la situación no cambió. Cada día, el número de maniquíes besándose era el doble que el anterior, hasta que no hubo una sola figura en los grandes almacenes que se librara de la pose. Con paciente resignación, Isabel los volvía a colocar en su sitio, sin quejarse ni decir nada. Poco podían o querían decir los demás. Se sentían espectadores de un partido de tenis continuo. Pese a la natural inclinación que sentían hacia la víctima del engaño, la perseverancia del infiel empezó a hacer mella en sus convicciones.
—Pues yo creo que Ricardo acabará consiguiendo que lo perdone —comentó uno.
—La verdad es que se le ve arrepentido —respondía otro.
—En realidad no es para tanto —dijo una dependienta de Accesorios, planta baja, mientras hablaba con su compañera—. Muchos hombres tienen un desliz en un momento u otro.
—Y cuando una se casa con uno tan guapo, ese es el riesgo que corre.
—Ella está siendo cabezona —sentenció Julián, mientras cortaba un jamón a rodajas.
—¡Tú a callar! —espetó Maite—. A ver si te voy a mandar al sofá a dormir.
—Pues que queréis que os diga —decía Pura a las otras dependientas de Joyería—, para mí que ella se está haciendo la digna de más.
—¿Tú perdonarías que te pusieran los cuernos, Pura? —preguntó otra.
—A mí es que no me los pondrían. Yo te digo una cosa, si un marido está contento, no se va con una camarera. A saber cómo lo trata esta en casa…
Día tras día, las conversaciones se sucedían sin descanso. Isabel fue notando cómo el tono de los cuchicheos cambiaba de dirección. Allá donde iba veía miradas de reprobación y chasquidos con la lengua. Ya ni la ayudaban a recomponer los maniquíes por las mañanas. La única que intentó echarle una mano fue Carolina, hasta que su jefe de sección la llamó para decirle que su trabajo estaba en Juguetería, no en Moda Señora.
Isabel apenas podía creerlo. ¿Por qué le estaban haciendo el vacío? ¿Se había convertido ella en la mala? ¿De verdad estaba siendo injusta con Ricardo? En ocasiones sentía que quería perdonarlo, sólo para acabar con aquella opresión que la ahogaba en el trabajo. Pero luego recordaba lo que le había hecho, lo que había sentido al oír la voz de la otra a través del teléfono. Una voz a la que él había hecho reír con sus encantos. Una voz cuya boca había besado…
Un día lo tuvo claro. Estaba harta, necesitaba poner fin a esa situación. Y sólo había una forma de acabar con tanto sufrimiento. De abandonar aquella jaula de cemento y cristal para siempre. De dejar de escuchar en su mente las crueldades que decían a sus espaldas. No sería fácil dar el paso, pero tenía que hacerlo. Llevaba días visualizándolo en su mente una y otra vez, y, cada vez que lo hacía, la invadía una profunda sensación de calma. Sólo necesitaba una pistola…
Aquella tarde, cuando estaban a punto de cerrar, se deslizó disimuladamente hacia el almacén donde guardaban los vestidos que no estaban expuestos al público. Oculta entre dos percheros enormes cargados de chaquetas con hombreras, esperó. Poco a poco, los sonidos que venían de la tienda se apagaron, hasta quedar en completo silencio. Supo que ya no quedaba nadie.
Sin prisa, salió de su escondite. Toda la planta estaba vacía y a oscuras. En su mano sujetaba la pistola. “Bueno”, pensó, “Ahora viene lo difícil”.
***
—¡Jiménez!
—Dígame, señor Velasco.
—¡No se haga el tonto! ¿Me quiere explicar el follón que hay en la tienda?
—Ehmm… Verá, señor Velasco, aún estamos intentando aclarar la situación.
—¿Aclarar el qué? ¿Ha visto los maniquíes?
—Sí, señor Velasco.
—¡Tienen todos un trapo pegado a la cara! ¿Es otra broma de su empleado?
—No lo sabemos, señor Velasco, él jura que no tiene nada que ver, pero…
—¿Pero qué? —respondió el otro, con un bramido.
—Pero… resulta que los trapos que los maniquíes tienen en la cara han sido pegados con… silicona.
—¡Ajá! Entonces ha sido él. Era el de la pistola de silicona, ¿verdad?
—Bueno, eso parece, pero…
—¡Pero nada! Ha estropeado todos los maniquíes. ¡Doscientas mil pesetas nos va a costar sustituirlos! Lo quiero fuera de aquí, ¿me ha entendido, Jiménez?
—Sí, señor Velasco, es que…
—Es que nada. Y llévese cuidado, Jiménez, o será usted el siguiente en irse.
Lejos del despacho de Jiménez, de los grandes almacenes y de los maniquíes, en una parada de autobús, Isabel espera. Junto a ella, una maleta, no muy grande, no muy pequeña, lo justo. Con aire distraído, acaricia su abultado bolso. La pistola de silicona aún está ahí. No fue tan difícil de utilizar, después de todo. Otra más de las mentiras de Ricardo. Pero ya no habrá ni una más. Y los maniquíes ya no podrán besarse, no con esos trapos pegados a la cara. Todavía no sabe qué autobús cogerá, pero no está preocupada. Por primera vez en varias semanas, se siente tranquila. Hoy no tendrá que cambiar de sitio ningún maniquí.
Relato ganador del Concurso de primavera 2020 del foro “Ábrete, libro”. Publicado originalmente aquí.