Dudar mata

En sus dieciséis años de vida, Flavia jamás había visto nevar en Roma. El invierno había asaltado la urbe con una furia glacial que solo los más ancianos recordaban, y el gélido aire parecía desterrar de las calles a cuantos las habían recorrido hasta el día anterior: senadores, patricios, plebeyos, damas, comerciantes, artistas, gladiadores, esclavos y vagabundos. A pesar del frío, Flavia musitó una plegaria de agradecimiento por la nieve mientras caminaba. Hoy, más que ningún otro día, deseaba que ninguno la viera.

Sabía que los pocos viandantes con los que se cruzaba se habrían extrañado al ver a una dama rica sin acompañante ni escolta, por lo que se había vestido con sencillez. Aun así, la túnica y la capa que había elegido, con sus oscuros colores, parecían evidenciar más su presencia bajo la blanquísima nieve que caía.

Se detuvo en un cruce de calles junto a una muralla. Allí comenzaba el Subura, la zona prohibida, el barrio al que su familia jamás le habría permitido ir. Donde vivían los pobres, los desheredados, los matones y las prostitutas. Dudó, por un instante. Si se daba la vuelta en ese momento, nadie podría reprocharle nada. «Nadie, salvo yo misma, en unos años». Arrebujándose en su negra capa, exhaló un suspiro y se adentró en el Subura.

Atravesó varias calles, ninguna de ellas vacía, a pesar del frío. En todas halló hombres de semblante endurecido con la espalda recostada sobre los muros o sentados junto a la puerta, muchos bebiendo o apostando; mujeres que recorrían el espacio entre una casa y otra rodeadas por una caterva de chiquillos flacos y harapientos; fornidos mozos de almacén que cargaban a sus espaldas sacos de carne o de grano mientras dirigían una mirada amenazadora a quien se atreviera a acercarse; y borrachos que se tambaleaban a la salida de las tabernas. De cada edificio brotaban, con ímpetu casi violento, ruidos de toda clase: golpes de artesanos trabajando, gritos de pelea, risas de niños, palabras soeces y gemidos de cruda sensualidad cuyo significado Flavia ansiaba, pero no osaba, descifrar.

Se mantuvo en todo momento sobre la acera, pues el color parduzco que la nieve adoptaba al tocar la calzada no le inspiraba ninguna confianza. Caminaba con la cabeza baja, evitando mirar a nadie a los ojos. Sentía que, a pesar del cuidado que había puesto al vestirse, varios de ellos se giraban con un inquietante brillo.

Faltaba poco para llegar a la casa que buscaba. Miró al cielo. El retazo de gris violáceo que los bloques de edificios dejaban ver se iba oscureciendo, por lo que apretó el paso. No debía de faltar mucho para el atardecer, y si el Subura la asustaba de día, imaginárselo de noche le quitaba la respiración.

Por fin, se vio ante su destino. Era una construcción de dos plantas, estrujada entre dos edificios que la doblaban en altura. A diferencia de las demás casas que había visto, no había nadie a su alrededor, nadie que se detuviera a curiosear ante la puerta abierta. Fuera quien fuese el que vivía ahí, se había ganado el respeto, o quizás el temor, de sus vecinos. A pocos pasos de la puerta, sobre el muro, alguien había dejado una pintada:

QVI SE TVTARI NESCIT NESCIT VIVERE

Conteniendo un escalofrío, Flavia se decidió y atravesó el umbral. Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la penumbra. La primera estancia parecía hacer las veces de cocina. No había nadie en ella. Al fondo había otra puerta, a través de la cual llegaba el débil titilar de una lámpara de aceite.

—Adelante, Siro, estoy aquí —oyó que decía un hombre desde la segunda habitación.

Con andar trémulo, la joven recorrió los pasos que la separaban de aquella enérgica voz. Al entrar, lo pudo ver bien. Estaba sentado frente a una mesa sobre la que se esparcían, en controlado desorden, monedas, restos de comida y un par de dagas. Al verla, el hombre se levantó, con más sorpresa que miedo. Era evidente que no la esperaba a ella.

—¿Quién eres tú? —preguntó, con aire violento. Una mano se dirigió hacia una de las dagas, pero se detuvo. Parecía que la ropa de ella y el estupor de su rostro le habían indicado que era una dama, porque cambió el tono—. ¿Se ha perdido, señora?

—Ne… necesito sus, sus… servicios —acertó a decir Flavia, con dificultad.

Vio, en los ojos de él, un destello en el que se entrelazaban la burla y la curiosidad, y por un momento pareció que se fuera a echar a reír, pero no lo hizo. En lugar de eso, volvió a su asiento y le indicó un taburete al otro lado de la mesa. Mientras se sentaba, Flavia lo observó con más detenimiento. Era alto y bien proporcionado. No demasiado robusto, pero la tensión en sus brazos y hombros mostraban que era más fuerte de lo que aparentaba.

—¿Y sobre quién quiere que ejerza mis… servicios? —preguntó, con una sonrisa casi paternal.

Flavia sacó de los pliegues de su túnica una tablilla de cera. Sabía que iba a estar nerviosa y había temido que le faltara el habla llegado el momento, por lo que había escrito el nombre. Cuando le entregó la tablilla, tuvo el fugaz terror de que aquel hombre no supiera leer y se ofendiera, pero no fue así. Se tomó un instante para leerla, momento en el cual su expresión cambió.

—¿Está segura? —preguntó, mirándola con seriedad.

Ella asintió.

—Es un hombre importante, prometedor en la política, por lo que he oído —insistió él. Ante otro gesto afirmativo de ella, añadió—: ¿Por qué lo quiere muerto?

—¡Eso es asunto mío! —respondió Flavia, a la defensiva—. ¿Por qué necesita saberlo?

—Porque antes de darles el golpe mortal a mis víctimas, siempre les explico el motivo.

—¿El motivo? ¿Qué motivo?

—El motivo por el que les estoy matando.

—¿Y por qué hace eso? —exclamó ella, con expresión escandalizada—. ¿No es suficiente daño la muerte?

—Precisamente. Un espíritu que muere sin saber por qué es un espíritu atormentado. Y esos te persiguen durante toda tu vida. Yo no quiero eso, así que cuando los mato les digo por qué. Les cuento lo que han hecho y quién los quería muertos. Así pueden irse al Hades sin dudas y a mí me dejan en paz.

Flavia no supo qué responder. Ese tema la asustaba y fascinaba a la vez. Además, se sentía intrigada por aquel individuo, tan distinto a lo que habría esperado de un barrio como el Subura. Su tono tranquilo y su pronunciación cuidada dejaban ver un refinamiento inusual, aunque la forma en la que decía ciertas palabras resultada algo forzada, como si quisiera ocultar un origen vulgar del que se avergonzaba. Su rostro tenía facciones que podían considerarse hermosas y simétricas, casi como las de un patricio, pero había algo que delataba su bajeza, algo que ella no acertaba a identificar. Tal vez fuera el gesto oscuro tras su mirada o el modo en que sonreía, enseñando de tanto en tanto los colmillos, pero, fuera lo que fuera, le resultaba inquietante.

—¿Entonces? —dijo él—. ¿Me va a decir por qué detesta a este hombre como para desear que lo mate?

—No lo detesto —respondió ella, incómoda—. Es solo que… quieren casarme con él.

—¿Quién? ¿Su familia?

—La mía y la de él. Una unión provechosa, así es como lo llaman. Pero yo no lo deseo.

—Usted desea a otro, imagino.

—Eso es lo que todos querrían pensar, ¿no? —replicó ella, con indignación—. Para eso servimos las mujeres, si no nos gusta uno es que nos gusta otro.

—No se ofenda, yo no he dicho eso.

—Simplemente no quiero estar con él, ya está.

—¿Y la única solución que se le ha ocurrido es matarlo?

—He probado todo. He rogado a mi padre, he implorado a los dioses, he llorado, he gritado, he hecho promesas imposibles de cumplir… Pero nada. La única forma de que esta boda no se celebre, es que uno de los dos muera.

—Entiendo. Le ha dado muchas vueltas a esto, por lo que veo.

—Muchísimas —admitió Flavia—. Llevo días pensando en venir aquí y sin decidirme. Ayer estuve a punto de hacerlo, pero me eché atrás.

—Vaya, sí que es interesante —dijo el sicario, con una extraña sonrisa.

—¿El qué es interesante?

—Pues lo que me acaba de decir, lo de que lleva días sin saber si venir o no. Es interesante cómo un pequeño momento de duda puede suponer la vida o la muerte de alguien.

Flavia bajó la cabeza. Le resultaba vergonzoso hablar con esa calma sobre un asesinato, pero su gesto no pareció molestar a su interlocutor, quien aprovechó su titubeo para decir:

—Quienquiera que la haya dado mis señas, le habrá dicho también el precio, ¿no?

Ella no dijo nada, se limitó a sacar una bolsa de tela llena de monedas. Él las contó sin prisa, deleitando las yemas de sus dedos con la rugosidad metálica de cada pieza. Al acabar, separó una moneda del resto y se la devolvió a Flavia.

—¿Y esto? —preguntó ella, extrañada—. Creí haberle dado el precio exacto.

—Así es. Pero le hago un pequeño descuento. Me ha caído usted bien.

En silencio y con ademán nervioso, ella tomó la moneda y se levantó. Él la acompañó hasta la puerta. Al poner un pie fuera de la casa, Flavia no pudo contener un suspiro de sobresalto: había anochecido por completo. Ya no nevaba, pero la oscuridad de las calles, apenas iluminadas por el tibio fulgor de algunas ventanas, era tal que se sintió paralizada.

—No se apure, yo la escoltaré hasta los límites del Subura —dijo él, que, sin esperar la respuesta de Flavia, salió a la calle.

—¿No va a cerrar la puerta? —preguntó ella mientras miraba con inquietud el umbral abierto.

—No —Sonrió con confianza—. Nadie va a entrar mientras yo no esté.

Anduvieron el camino de regreso en silencio. Las calles no estaban vacías, pero Flavia se alegró de no ir sola. Si el barrio le había parecido peligroso a la luz del día, en la oscuridad era aún peor. Todos con los que se cruzaban tenían un aire ebrio, violento o peligroso. Al pasar por un callejón, Flavia creyó vislumbrar varias sombras que pateaban un bulto en el suelo, un bulto del que surgía, de cuando en cuando, un quejido cada vez más débil. En otra esquina vieron a un hombre con las manos apoyadas contra la fachada del edificio y un rictus desquiciado. Al acercarse, ella se dio cuenta de que, entre el muro y el hombre, había una mujer arrodillada, practicándole una fellatio.

Flavia intentaba apartar la vista ante tal espectáculo, pero, mirara donde mirara, hallaba algo que la horrorizaba todavía más. Aun así, la presencia del sicario junto a ella hacía que no se sintiera insegura. Pasaran por donde pasaran, todos parecían contemplarlo con admiración o miedo, y ella supo que, mientras se mantuviera a su lado, nadie se atrevería a tocarla. Al llegar al final del barrio, él se detuvo:

—A partir de aquí seguirá usted sola. Mejor que no la vean conmigo.

Ella asintió. Quiso decir algo, una palabra de agradecimiento o de cualquier otro tipo, con tal de expresar lo que bullía en su interior, pero sus labios se resistían a obedecer. En cualquier caso, ya no sentía miedo. Estaba fuera del Subura, sana y salva, y el encargo estaba hecho. Ya no se casaría. Por toda despedida, dibujó una tímida sonrisa en su rostro y se giró para emprender el camino a casa. No le costaría regresar. El cielo se había despejado y la luna pincelaba la nieve con un resplandor azulado tan intenso que la calle entera parecía iluminada.

Flavia había recorrido tres pasos cuando notó algo en su costado, un relámpago que interrumpía con afilado ardor el frío que le había hecho tiritar hasta ese momento. Al volverse, mientras llevaba de forma instintiva una mano hacia el punto donde había sentido la punzada, lo primero en lo que se fijó fue en los puntos rojos que habían empezado a caer sobre la blanca superficie del suelo. Diminutos, brillantes, como pequeñas amapolas que crecían entre la nieve.

Las piernas le fallaron, pero el hombre la sujetó antes de que cayera al suelo. Flavia se fijó en su mano. Llevaba una de las dagas que había visto encima de la mesa. Estaba manchada de sangre. Su sangre.

—No se vaya a desmayar ahora —dijo el sicario, mientras la apoyaba con delicadeza en el suelo—. No le he dado una puñalada mortal, no hasta que escuche lo que tengo que decirle.

—¿Por… por… por qué? —acertó a decir Flavia, con dificultad.

—Siento que hayamos llegado a esto, pero es lo que hay. Verá, alguien me pagó para que la matara a usted.

—¿A… a mí?

—Me sorprendió verla entrar en mi casa esta tarde, pero no tardé en reconocerla. Lo sé, es mucha casualidad. No es la primera vez que alguien me pide asesinar a otro cliente, pero jamás me había pasado que mi víctima viniera derechita a mí, ¿sabe? Supongo que la fortuna me ha sonreído esta vez.

—¿Qui… qui…?

—¿Quién quiere verla muerta? Se lo diré: otra persona que no desea que esa boda se celebre —ante los ojos espantados de ella, el hombre añadió—: No, no se trata de su prometido. Es otra mujer, una que está enamorada de él. Recibir un encargo de la persona que ya me he comprometido a matar es bastante incómodo, pero no puedo hacer otra. Hay que respetar el orden de llegada, y su enemiga me contrató antes.

Flavia lo miraba con los ojos desencajados. Sentía que el ardor de sus entrañas se propagaba por el resto del cuerpo y le costaba cada vez más respirar. Las palabras de él le resultaban terroríficas, pero deseaba con todas sus fuerzas que siguiera hablando. Si se callaba, significaba que había llegado el momento final.

—¿Sabe lo más curioso? —continuó él—. Ella vino a verme esta misma mañana. Si usted no hubiera dudado, si me hubiera contratado ayer, como pensaba hacer, el orden de llegada habría sido suyo. Como le dije, un pequeño momento de duda puede suponer la vida o la muerte.

Ella quiso replicar, quiso ofrecerle cualquier cosa a cambio de salvarla, pero no le dio tiempo. Apenas hubo pronunciado la última palabra, el hombre asestó con destreza una segunda puñalada, la del carnicero que sabe cómo sesgar una existencia en menos de un instante.

Cuando el último suspiro de la joven se hubo desvanecido en el gélido aire, el hombre se inclinó hacia ella y, con cuidado, rebuscó entre los pliegues de la capa hasta dar con la moneda que él mismo le había devuelto. La colocó entre los labios de Flavia y le cerró los ojos. Después regresó, con paso tranquilo, para sumergirse de nuevo en la oscuridad del Subura.

Relato publicado originalmente el 20/01/2024 en el foro “Ábrete, libro” como parte de un concurso-homenaje que se realizó en memoria del usuario Tadeus Nim.