Las cremalleras no son de fiar

Al doblar un lado sobre el otro, la maleta emite un quejido sordo. Está tan abarrotada que es imposible cerrarla. Ella contiene un gruñido de frustración y se apoya sobre la parte de arriba, intentando, con su peso, acercar las dos orillas de la cremallera, pero no lo consigue. Desde el interior, oigo cómo se comprimen camisetas, blusas, pantalones, sujetadores, el secador de viaje y esos dos libros que abultan tanto pero que le son imprescindibles.

Podría dejarle mi maleta marrón, es más grande y le permitirá guardar más cosas. Pero no voy a dársela, me recuerdo a mí misma, de ninguna manera. Ya se lleva suficiente como para encima regalarle también la maleta buena. En su empeño por cerrar la suya, ha llegado a sentarse encima, logrando que la cremallera ceda un poco, pero no es suficiente. Por un brevísimo instante me mira, casi suplicante, pero yo contengo cualquier impulso de ayudar. Si quiere hacer esto, que lo haga sola.

La niña irrumpe en la habitación con sus gritos y juegos, nos cuenta que está montando a caballo. Le digo que se vaya a jugar a su cuarto y que no moleste, que pronto será la hora de cenar. Ella obedece con docilidad y regresa a su habitación con el mismo trote con el que había entrado. Mi hija no dice nada, aunque sé lo que piensa. Cree que soy demasiado severa con la nena, que no me comporto como una abuela, pero no me importa. Alguien tiene que educarla. Además, los niños no entienden de títulos ni parentescos, lo único que saben es quién les quiere, y el cariño no le va a faltar. Al menos por mi parte, me digo en silencio.

Tras soltar un leve suspiro, ella abre la maleta de nuevo y revuelve su contenido. Saca un par de camisetas viejas y las deja sobre la cama. Pese a lo desgastadas que están, recuerdo perfectamente cómo eran cuando se las compró. Habrán pasado más de diez años, puede que quince. Quién me iba a decir todo lo que vendría después. Si hubiera sabido…

Una vez sacadas las camisetas, se reanuda el forcejeo con el inanimado bulto, esta vez con más trazas de acabar con éxito. Intento permanecer impasible, me lo he prometido, pero es difícil. ¿Se puede querer y odiar tanto al mismo tiempo? Recuerdo sus palabras, pero no las comprendo. «Es lo mejor», me ha estado diciendo, «Sobre todo para la nena. No puedo ser la madre que necesita, no puedo, por mucho que quiera». Qué bobada, pienso. Una madre es una madre y lo será siempre, desde el momento en que ha parido. En mis tiempos no teníamos esas contemplaciones; algunas dejaban a sus maridos, a su familia incluso, pero nunca a un hijo.

Desde el otro lado del pasillo nos llega la voz de la pequeña. Está cantando, inmersa en uno de sus juegos. ¿Se acordará de este día con el pasar de los años? Espero que no, aunque sé que ella deseará recordarlo. Acudirá a mí, me preguntará, pedirá con insistencia todo detalle, y yo me negaré a hablar. ¿Qué le tendría que decir? La crudeza de la verdad solo le haría daño, y la mentira no sería más que un opiáceo para su alma. Y de esos ya hemos tenido bastantes en esta casa.

Finalmente, la cremallera se rinde, cerrándose en un crujido casi impetuoso, y yo maldigo para mis adentros. Las cremalleras no son de fiar, no entienden de familias. Mi hija se queda unos instantes sobre la maleta, quieta, pensativa. Este sería el momento de decir algo, pero mis labios permanecen inmóviles por el rencor. Rencor por abandonar a su hija, pero más aún por abandonarme a mí. Por convertirme en cómplice. Una hija no se aleja de una madre, no mientras esta tenga sangre en las venas. ¿Acaso las raíces se pueden separar de la tierra? Y entonces, ¿por qué no hago nada? ¿Por qué no me abalanzo sobre la desgastada maleta y la abro, rompiendo la odiosa cremallera para que no vuelva a cerrarse jamás? ¿Por qué me pesan los años justo en este momento, cuando mi hija necesita que destroce su equipaje?

Coge la maleta y sale al pasillo. Por un momento, parece querer dirigirse a la habitación de la pequeña, pero se lo prohíbo con la mirada. Suspira con resignación. Como a mí, ya no le quedan fuerzas para pelear. En silencio, recorremos los pocos pasos que nos separan de la puerta de la entrada. Ella sale al rellano y llama al ascensor, yo me quedo en el umbral. Durante lo que parece una eternidad, el viejo mecanismo de cables y poleas del aparato es lo único que rompe el silencio. Me doy cuenta de que recordaré este momento hasta el día de mi muerte, que me torturaré una y otra vez con todo lo que pude haber dicho, pero aun así siento que me he quedado sin habla. Al detenerse el ascensor, ella abre la pesada puerta metálica. Antes de entrar, me mira con timidez:

—Esto no es definitivo. De verdad que voy a volver.

—Ya lo sé.

Ninguna de las dos se cree esa mentira, pero, por algún motivo, había que decirla. Con gesto de resignación, entra en el ascensor.

—Lleva cuidado —musito, pero mi voz queda ahogada por la pesada puerta que se cierra.

Relato publicado originalmente el 30/04/2022 en el foro “Ábrete, libro como parte del concurso de primavera organizado anualmente en ese foro. El relato obtuvo el 2º premio del jurado.