Los vástagos de la señora Bennet
—Señora, ya es casi mediodía —dijo la criada, con cautela.
La señora Bennet entreabrió los ojos con expresión de fastidio. Levantarse temprano siempre había sido un suplicio para ella. Era tan plácido permanecer en su lecho, acurrucándose entre las sábanas que la protegían de todo. Su madre siempre la había criticado por ello. Decía que una mujer virtuosa debía estar en pie antes del sol, sólo así podía organizar la casa. Para la señora Bennet, esas eran las consideraciones de una mujer pobre. ¿Para qué, si no, existía el servicio? Si tenía que elegir, la señora Bennet prefería ser rica a ser virtuosa.
—El médico me ha ordenado reposo —dijo tajantemente a la criada—. Si no, ¿cómo podría llevar a esta criatura en mi vientre sin desmayarme?
—Sí señora —respondió la criada con sumisión, antes de abandonar la estancia.
Cuando la puerta se cerró, la señora Bennet sonrió para sí. Le gustaba que la llamaran “señora”. Todavía no llevaba un año casada, por lo que oír esa palabra aún le provocaba el tibio placer de las nuevas sensaciones. Y es que su belleza y desenfado habían conquistado a un caballero. Ni su madre tendría nada que objetar ante esto. Aún recordaba la envidia en las caras de sus amigas y sus primas. Ella era la más joven, pero había sido la primera en casarse. Cierto, el señor Bennet no era excesivamente rico, pero sí lo suficiente como para permitirse una criada y una cocinera.
Se levantó con lentitud, bostezando sin parar. Se sentó frente al espejo y contempló su rostro. Tan joven, tan fresco. ¿Qué era eso? Le había parecido ver una línea en su frente. Apretó los ojos para distinguir con claridad. Sí, ahí estaba. Todavía no era una arruga, pero amenazaba con serlo. ¿Debía preocuparse? Le vino a la mente una tía lejana por parte de madre. Era una mujer excéntrica, acostumbrada a no sonreír. Cuando le preguntaban, contestaba que era mejor no hacerlo, para prevenir las arrugas. La señora Bennet, en cambio, se pasaba el día riendo. Total, ¿qué importancia tenía? Ella ya se había casado.
Bajó al salón y permaneció allí el resto de la mañana, descansando. El señor Bennet dedicaba la mayor parte del tiempo a devorar sus libros en el estudio. Era un hombre joven, pero estaba acostumbrado a la soledad. A ella, sin embargo, le encantaba estar rodeada de gente. Donde residían, no había muchas posibilidades de hacer vida en sociedad. Aparte de las visitas de la señora Lucas o de algunos de los poco frecuentes bailes, la zona no ofrecía más que silencio y tranquilidad. Pensó en Londres, el continuo ir y venir de personas, las tiendas, los carruajes, las damas vestidas a la última moda, un torbellino de trajes, sombreros, perfumes y galantería. Por un momento, se preguntó si se habría casado demasiado pronto, pero desechó la idea inmediatamente.
Por la tarde, decidió pasear un poco por el jardín. Cada vez le costaba más caminar, pues el dolor de espalda se agudizaba día tras día. Era normal, lo había dicho el médico. Estaba casi de siete meses. Nueve meses casada, y ya esperaba a su primogénito. ¡Qué pena no poder ver la cara de sus primas cuando se enterasen!
A pesar del entusiasmo, casi histérico —como una vez dijo su marido—, con el que ella había acogido la noticia, nada cambió en el día a día de la casa. El señor Bennet siguió sumergiéndose en sus enormes libros, mientras la criada y la cocinera realizaban sus tareas sin mostrar el más leve interés por el asunto. Esta actitud resultaba incomprensible para la señora Bennet. «¿No se dan cuenta de los grandes sacrificios que estoy haciendo?», pensaba. Por algún motivo, cuanto más hablaba ella del tema, más apática era la respuesta que recibía de los que la escuchaban.
Pero a ella le daba igual. Lo que importa es el bebé, se decía. Y las cosas que hará. Se pasaba el día fantaseando con cómo sería y en quién se convertiría al crecer. Cientos de posibilidades y nombres cruzaban su mente cada día, pero sólo uno era su preferido: Jane.
Deseaba tener una niña. Se la imaginaba pequeña, delicada, de carácter dulce y mejillas sonrosadas. Se veía a sí misma lavándole la cara, peinándole el cabello y vistiéndola de blanco, con una bonita cinta amarilla alrededor de la cintura. La veía empezando a hablar, a caminar y a comportarse. Haría traer a las mejores institutrices de Londres y la criaría hasta convertirla en una mujer tan hermosa, que no habría un joven en la región que no pidiera su mano. Todos admirarían a Jane y, por tanto, a la señora Bennet. ¿Acaso las virtudes de la hija no son mérito de la madre? Sí, estaba impaciente por tener a su hija en brazos.
De repente, un pensamiento sombrío cruzó su mente. Una hija también suponía responsabilidades. No podía heredar y tampoco hacer fortuna. Había que casarla, no quedaba otra opción. Por muy hermosa que la señora Bennet la pudiera imaginar, lo cierto era que la fortuna del señor Bennet no era lo bastante grande como para tentar a un gran número de pretendientes. Además, ¿qué pasaría si el señor Bennet fallecía? Su viuda y su hija perderían la casa —a favor de un tal Collins, pariente lejano de los Bennet—, serían desahuciadas y acabarían en la mendicidad.
La idea de caer en la pobreza provocó algo de nausea a la señora Bennet, que decidió sentarse. No, reflexionó, tiene que haber otra manera. Se le ocurrió que, si quería evitar ese fatal destino, lo mejor sería que diera a luz a un varón. Así se resolvería el problema de la herencia y, además, les daría un soporte en caso de que el señor Bennet los dejara prematuramente. Eso es, se dijo la señora Bennet. Mi primer hijo será varón y el siguiente será mi Jane.
No tuvo tiempo de sonreír ante la idea, cuando otro miedo atacó su mente. Su plan funcionaría si el hijo que tuvieran fuera lo bastante hábil como para hacer fortuna, pero, ¿y si no lo era? Si crecía con los mismos intereses que su padre, se pasaría la vida entre libros, sin mostrar el más mínimo interés en acrecentar sus bienes. En tal caso, de poco me servirá un hijo así, pensó la señora Bennet, apenas tendrá dinero para ocuparse de mí y de su hermana.
Se removió preocupada en el asiento. Aquel era un tema muy serio, ¿qué podía hacer? La solución llegó a ella casi al instante. ¡Pues claro! Lo mejor sería que los dos primeros hijos fueran varones. Así entre los dos harían suficiente fortuna. Y Jane sería la tercera en nacer.
Un momento, espera. ¿Y si uno de los dos hijos saliera holgazán? No era descabellado, pasaba en las mejores familias. Entonces, el otro hijo tendría que ocuparse de su hermano, de su hermana y de su pobre madre. No podría asumir tal carga económica y su dulce Jane se vería obligada a trabajar de institutriz.
La imagen de su hija con los ojos fruncidos de tanto leer y vistiendo la ropa gris y austera de las institutrices, hizo que la señora Bennet torciera la boca con desagrado. ¿Qué podía hacer? ¡Ah, claro! El tercer hijo también sería varón. Uno podía ser un holgazán, pero dos era poco probable. Eso es, pensó con satisfacción. Tres hijos varones y luego Jane.
Ay, pero, ¿será suficiente? Hay tantos hombres que mueren jóvenes, dijo la señora Bennet en voz baja. Se alistan en el ejército, se baten en duelo… En ese caso, nos veríamos en el mismo problema de antes. No, estaba claro, necesitaba un cuarto varón para no arriesgarse. Ya estaba, cuatro hijos y una hija. Cinco en total. Un pensador, un holgazán, un militar y un hombre de negocios. Y Jane. Su Jane. Ya casi podía oír los gritos y el alboroto de sus cuatro hijos mayores, jugando incansables en el jardín, mientras ella cuidaba con mimo de su pequeña, sin preocuparse por nada.
La señora Bennet había regresado al salón. Estaba atardeciendo y decidió sentarse en la butaca para descansar. Estaba a punto de quedarse dormida cuando notó un golpe en su vientre. El bebé parecía removerse.
—Paciencia, hijo mío —dijo con dulzura—. Descansa ahora, que cuando estés aquí, tendrás muchas responsabilidades. Y tus hermanos también.
Relato publicado originalmente el 26/07/2019 en el foro “Ábrete, libro” como parte del concurso de verano sobre fanfiction. En este caso, el relato está inspirado en la obra Orgullo y prejuicio y está planteado como una precuela de la misma. El relato ha sido publicado como parte del recopilatorio En clave de Re.