Una voz pura y rugosa, como la arena
La gélida luz del amanecer se quiebra con los gritos de la vieja Accié. Su voz prorrumpe por toda la gruta, reverbera en sus interminables corredores y penetra las cuevas internas en las que los habitantes del grupo aún intentan arañar un pedazo de sueño. Todo inútil, pues la anciana recorre cada hueco habitado para despertarlos. Dice que su hijo ha desaparecido.
En realidad, Accié, «la que no ve», no es la madre del niño. Su vientre se agrietó hace muchas lunas. Al pequeño lo parió una mujer con la que Accié vivía, una desventurada que murió al dar a luz. La vieja se quedó con el recién nacido, criándolo como si fuera suyo.
A regañadientes, algunos hombres se organizan para salir a buscarlo. Piensan que solo es una travesura, pero no quieren enojar a la ciega, pues saben que es vengativa. Se cuenta que un hombre le pegó una vez para yacer con ella. Accié lo condujo hacia el interior de la gruta, allá donde las galerías se pierden y se funden con la Madre. Cuando ya estaban tan lejos que no se distinguía la salida al exterior, Accié arrojó la antorcha al suelo y la apagó con los pies, tras lo cual escapó. Poco pudo hacer el hombre para intentar seguirla, ya que la oscuridad era total. Ella no necesitaba ojos para moverse por la gruta, pero él sí. Nadie volvió a verlo.
El sol ya ha comenzado a descender cuando regresa la partida de búsqueda. Traen consigo el cuerpo del pequeño, o lo que queda de él. Su cara y sus miembros están desgarrados con saña. La anciana se arroja sobre ellos con un aullido y acuna los restos del niño entre sus brazos. Un tigre, dicen algunos; no, un oso, responden otros. Lo que está claro es que hay que matarlo. Un animal así puede espantar al resto de caza.
Apenas oye estas palabras, Vinam’atí se dirige silenciosa a la gruta. La enorme pared de roca tiene varias entradas conectadas por la galería. «Un regalo de la Madre», según dicen. En su interior, los corredores están salpicados de pequeñas cuevas laterales. La que ocupa cada miembro del grupo depende de su posición. Los más fuertes o los que más cazan tienen las mejores, cercanas a las aberturas, donde les llega abundante luz y aire fresco. Enil’of vive en una de esas.
Alguien ha debido de contarle la noticia del animal. Cuando Vinam’atí entra, lo encuentra afilando su cuchillo. Aprieta los labios, decepcionada.
—¿Vas a ir a cazarlo? —pregunta.
—Claro —responde él sin soltar el cuchillo.
—Ya hay otros hombres que van a ir.
—Lo cazaré yo.
Vinam’atí calla y, movida por instinto, dirige la mirada hacia una oquedad en la pared de la cueva. En ella descansa una hilera de impresionantes colmillos y garras. Enil’of parece adivinar sus pensamientos y sonríe.
—También Ertof va a ir —dice ella, aunque sabe que no servirá de nada.
—Seguro que irá. ¿Cuántos tengo?
—¿Cómo dices?
—Trofeos. ¿Cuántos tengo?
—Muchos. ¿No los ves?
—Ya sabes lo que te estoy preguntando.
Vinam’atí suspira con frustración.
—No me apetece contar.
Aunque no consigue que desista de la idea de cazar ese animal, Vinam’atí logra convencerlo para que espere hasta el día siguiente. De lo contrario, se le haría de noche antes de llegar al bosque. Cuando Enil’of ha terminado de afilar su cuchillo, deciden bajar hasta la playa.
De camino, se cruzan con algunos miembros del grupo, que vuelven de pescar. Todos ellos saludan a Enil’of con respeto. Vinam’atí sonríe para sí. Un poco de mérito es suyo, piensa. A fin de cuentas, ella lo ha cuidado desde que nació. Recuerda bien cómo fue. Por aquel entonces la llamaban Utam, «la silenciosa», pues no había forma de que dijera palabra. Era solo una mocosa que apenas levantaba unos pocos palmos del suelo, pero ese día se quedó inciso en sus ojos: el trajín de mujeres que iban y venían, las miradas de preocupación, el rostro descompuesto de la madre de Enil’of… «No va a nacer, la barriga no tiene buena pinta», comentaban las más viejas, que ya habían visto eso antes. Varias mujeres entonaron cantos dirigidos a la Madre, pidiéndole que se preparara para recibir a una de sus raíces. Utam lo observaba todo desde un rincón.
En un momento dado, los gritos de dolor de la mujer se habían vuelto tan intensos que la niña tuvo ganas de cubrirse los oídos y escapar, pero no podía. Algo parecía mantenerla allí fija, como una estalagmita. Cuando no lo soportó más, se acercó hasta la parturienta. No sabía bien lo que pensaba hacer, pero tenía claro que había que sacar a ese bebé de allí. Antes de que ninguna de las presentes pudiera impedirlo, Utam metió sus pequeñas manos entre las piernas de la mujer. Lo hizo con suavidad, pues algo le decía que la fuerza no serviría de nada. Las demás mujeres la miraron con curiosidad, pero no intentaron apartarla. A fin de cuentas, aquella desdichada estaba ya perdida.
Utam palpó con cuidado. Notaba la cabeza del bebé. Con los dedos, sintió que alrededor del cuello había algo. «Es la cuerda», pensó. Había visto algún parto antes, siempre salía una especie de cuerda que unía a la madre con la criatura. Debía de haberse enredado con el cuello, por eso el bebé no nacía. Con suma cautela, Utam movió sus manos para liberarlo de la atadura. Cuando sintió que lo había conseguido, las sacó. Poco después, la madre dio a luz.
Todas las mujeres rodearon a Utam mientras murmuraban. Algunas con admiración, otras con temor. El jaleo que se formó debió de llamar la atención de Genev’teg, «el que ve más allá», quien, recién salido de uno de sus trances, hizo que le explicaran lo sucedido. Después se volvió a la pequeña Utam, que seguía sin decir palabra. Le tomó las manos, las miró con avidez y las olisqueó. Después la soltó y dijo a las demás mujeres que dejaran en paz a la niña.
—La Madre le ha dado un don —añadió—. Sus manos dan la vida. Ningún hombre ha de tocarla.
Desde entonces, ha sido la principal partera del grupo. Dejaron de referirse a ella como Utam y la llamaron Vinam’atí, «las manos de la vida».
Mientras caminan por la playa, Enil’of cierra los ojos y respira el aire glacial que llega desde el mar. Vinam’atí se entretiene mirando la arena. De vez en cuando se agacha y recoge una pequeña concha.
—¿Para qué las quieres? —le pregunta él.
—Me gustan.
—¿Y qué haces con ellas? Nunca te he visto usarlas para adornarte.
Vinam’atí se encoge de hombros mientras asoma por su rostro una sonrisa enigmática. Enil’of la conoce lo bastante bien como para saber que cuando no quiere revelar algo, no hay forma de sonsacárselo. Ella aprovecha el momento de silencio para volver a la carga:
—No va a pasar nada porque no atrapes a ese animal. Todos saben que eres el mejor cazador de todas formas.
—Me da igual lo que piensen. Lo hago por otro motivo, ya lo sabes.
Ella lo mira con temor.
—Ertof no lo va a aceptar —dice tras una pausa.
—¿Por qué no? —responde él con tranquilidad—. Es lo natural. El padre envejece y el hijo toma su puesto. Ha sido así siempre, ¿no?
—Sí, pero es distinto. Normalmente, los hombres de la edad de Ertof se han debilitado y están cansados, por eso ceden el poder sin problemas. Incluso lo hacen con alivio. Pero no es su caso. Él sigue tan fuerte como cuando era un muchacho. Puede que más. Si le retas, se resistirá.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Lo comentan las viejas.
Cuando no atiende un parto, Vinam’atí pasa mucho tiempo con las viejas, las que habitan las zonas más profundas de la gruta y cosen pieles en una oscuridad apenas rota por unas trémulas brasas que alguna logra llevar hasta allí. El don de Vinam’atí hizo que le prohibieran pescar, como hacen las mujeres jóvenes, o despiezar animales, como hacen las maduras. Tiene que cuidar sus manos. Coser es lo único que se le permite hacer.
—¡Qué sabrán las viejas! —contesta Enil’of con una risotada—. La mayoría están locas.
—¿Y tú qué sabes, que nunca las ves? Son más listas de lo que crees, han visto más cosas que nadie y haríamos bien en hacerles caso.
Él calla, pues entiende, por el tono de su amiga, que habla en serio. Aun así, no piensa dar su brazo a torcer:
—Me da igual. Mañana cazaré a ese animal y retaré a Ertof. Al atardecer haremos la ceremonia.
Ninguno de los dos ha presenciado la ceremonia, pero saben en lo que consiste. Cada contendiente colocará sus trofeos de caza en una hilera, ante todos, y la que tenga más será la del vencedor, el nuevo jefe.
—Venga, dímelo —repite Enil’of—. ¿Cuántos tengo? Sé que lo sabes.
Vinam’atí suspira y se rinde:
—Te falta uno. Un trofeo más y habrás superado a Ertof.
Él no dice nada. Su mirada otea el horizonte sobre el mar, cubierto por una gélida bruma, casi como si viera allí el futuro.
—¿Te vas a bañar? —pregunta ella.
—No. Mañana, antes de partir. ¿Por qué no vamos a la gruta de los espíritus?
Se ponen en camino. Les gusta ir a esa cueva porque está deshabitada y pueden hablar con tranquilidad. En otros lugares siempre acaban encontrando a gente del grupo, que no ven con buenos ojos que Enil’of y Vinam’atí pasen tiempo a solas. Según Genev’teg, ella perderá su don si yace con un hombre.
Vinam’atí detesta las miradas que les echan, pero no concibe la idea de alejarse de Enil’of. Ha cuidado de él desde que le ayudó a nacer. Aún recuerda lo pequeño y arrugado que estaba. Las mujeres lo llamaron Raspuv, «diminuto». Nadie daba por hecho que sobreviviría, ni siquiera Ertof, «el fuerte», padre de la criatura, quien apenas le dirigió una mirada de desprecio antes de alejarse.
Y, sin embargo, sobrevivió. Resultó ser cierto que en todos los partos que Vinam’atí atendía los bebés nacían vivos, aunque no se pudiera decir lo mismo de las parturientas. La madre de Raspuv murió al segundo atardecer después de dar a luz. Lo hizo sin hacer ruido, con los ojos cerrados por la debilidad. Las calladas líneas de su rostro recordaban a la corteza de un árbol. Vinam’atí tomó al bebé en sus brazos con dificultad, pues ella misma no era mucho más grande que él, y se lo llevó para protegerlo.
Fue ella la que salvó a Raspuv. Ella vertía gotas de agua desde una hoja de árbol sobre los labios del pequeño. Ella lo paseaba por toda la gruta y lo llevaba de una mujer a otra para que lo amamantaran. Ella le enseñó a hablar y a caminar, a mantener el equilibrio por las rocas de los acantilados y a no aventurarse solo en el bosque. Vinam’atí fue su madre y hermana cuando nadie se preocupaba por Raspuv. Y ahora, solo porque es hombre y ella mujer, los demás tuercen el gesto al verlos juntos.
Al entrar en la gruta, el sonido de las olas del mar se mezcla con el de los chillidos que parecen emitir las paredes de roca. La gente dice que son los aullidos de los espíritus atrapados, los que no pudieron fundirse con la Madre. Por eso nadie duerme en esta cueva. Vinam’atí cree que no es más que el viento que penetra y silba a través de las galerías, pero solo se atreve a compartir estas sospechas con Enil’of. Quién sabe cómo reaccionaría el grupo si ella dijera que no hay espíritus en estas cavidades.
—¿Por qué estás triste? —inquiere él—. ¿No crees que seré un buen jefe?
—Te olvidarás de mí —dice ella, con una sonrisa amarga.
—Claro que no.
—Tendrás muchas cosas que hacer. Un jefe no tiene tiempo para estar con la partera.
Él abre la boca para contestar, pero se frena. Fuera lo que fuera que iba a decir, prefiere cambiar de tema:
—No sé por qué a la gente le da miedo esta gruta —comenta mientras mira a su alrededor—. Cuando uno se acostumbra a los sonidos, es bastante más cómoda que la que tenemos.
—A lo mejor será la primera cosa que hagas como jefe: trasladarnos a todos aquí.
—Puede que lo haga. Y yo seré el primero en dormir en ella —Enil’of sonríe con confianza, aunque la trémula luz que penetra la cueva hace que su expresión resulte lúgubre.
—Va a oscurecer. Será mejor que regresemos.
Regresan en silencio. Vinam’atí camina con rapidez, no logra entender la inquietud que la domina. Mañana, al caer el sol, Enil’of será jefe. ¿Por qué le preocupa tanto? Quizás Ertof se oponga, pero los demás aceptarán el cambio. Desde que tuvo edad para cazar, Raspuv se distinguió como uno de los mejores. Cuando cazaba en grupo obedecía las órdenes con precisión y tomaba la iniciativa sin estorbar al resto. En más de una ocasión lo habían recompensado con los colmillos del mamut que abatieron.
Pero su talento era cazar solo. Resultaba imparable. Era capaz de seguir el rastro de cualquier animal sin que este lo sintiera llegar hasta que era demasiado tarde. A diferencia de otros hombres, que se lanzaban hacia sus presas con gritos de bravuconería, Raspuv era silencioso y letal. Gracias a sus trofeos recibió el nombre de Enil’of, «sigiloso como un tigre».
«Y aún no se ha hecho hombre del todo», se dice Vinam’atí. Enil’of ya le saca una cabeza y sus brazos se fortalecen cada día más, pero ella sabe que se hará aún más grande. Puede que incluso supere a su padre. No es la única que lo piensa, muchos otros del grupo ya ven a Enil’of como el relevo. Algunos se refieren a él como Imanod, «el que será», aunque nunca lo llaman así si Ertof está cerca.
Se separan en una de las entradas de la gruta. Enil’of quiere dormir bien para salir temprano en busca del animal.
—Pasaré a saludarte antes del amanecer —le dice ella.
La noche, sin embargo, parece querer contradecir su promesa. Dos mujeres se ponen de parto casi al mismo tiempo y Vinam’atí ha de recorrer una y otra vez los largos pasadizos de roca para atender a ambas. Los ruidos de la gruta, entre los que se mezclan ronquidos, jadeos, conversaciones susurradas y el murmullo constante de las viejas que salmodian por el hijo muerto de Accié, hacen que más de una vez se desoriente y tenga que desandar el camino.
Cuando termina su tarea, Vinam’atí sabe que ya ha amanecido. Se dirige con pesar hasta la cueva de Enil’of, aunque sabe que el joven ya se habrá marchado. Para su sorpresa, aún lo encuentra allí. Está malhumorado, dice haber dormido más de la cuenta, pero ella nota en sus ojos que le ha costado conciliar el sueño.
—Tenía que haber salido antes que el sol —dice él mientras se apresura a recoger su cuchillo y su lanza—. Ahora Ertof me saca ventaja.
—¿Irás a la playa a bañarte antes de partir?
—No, no me da tiempo —responde con visible inquietud.
Ella intenta tranquilizarlo. No cazará al animal el que llegue antes al bosque, sino el que siga mejor su rastro. Cuando salen, Enil’of se gira hacia ella antes de emprender su camino. Los débiles rayos del sol acarician sus musculosos brazos, pintando su piel de una calidez que, por un momento, Vinam’atí desea rozar con los dedos.
—Cuando regreses, te haré una vestidura de jefe —dice ella, en un impulso.
—Cuando sea jefe, ya no tendrás que ser Vinam’atí —responde él.
—¿Y quién seré?
La respuesta que él le da hace que un relámpago de placer y temor recorra su piel. No sabe bien qué contestar, y aunque lo supiera ya es demasiado tarde, pues Enil’of se ha alejado nada más decir esas palabras. Vinam’atí mira a su alrededor, incómoda. ¿Habrá oído alguien lo que él ha dicho? Por suerte, no hay nadie más en las proximidades, solo un grupo de niñas que parecen distraídas en sus juegos.
···
Cuando se adentra en el bosque, el cielo se ha cubierto por una capa de nubes tan oscura y amenazante como las paredes de un acantilado. Enil’of murmura una plegaria a la Madre. Le da igual el frío y sabe moverse en la oscuridad, pero la lluvia o la nieve son lo último que necesita. Borrarían el rastro del animal.
No tarda en llegar hasta el punto en el que, según le han dicho, encontraron al hijo de Accié. Los hombres que lo hallaron no sabían si era un oso o un tigre, pero a Enil’of le basta una rápida ojeada para saber que se trata de lo segundo. Las huellas, las hojas removidas y la forma de las ramas quebradas por el suelo trazan en su cabeza lo sucedido como si lo hubiera presenciado. Se pone en camino.
El bosque avanza sobre la ladera de una montaña. Él sabe que más allá de la cima acaban los árboles y espera que la fiera no haya salido de la protección que estos le dan. Al otro lado de la montaña se extiende una inmensa estepa sin fin que Enil’of no quiere pisar. Sabe bien que hay otros grupos que sobreviven allí, pues algunos atraviesan la montaña y el bosque de vez en cuando. De hecho, fue uno de ellos quien le dio su magnífico cuchillo de caza, intercambiándolo por unos huesos de mamut. Pero ni las mejores armas logran apaciguar su temor hacia la estepa. La idea de mirar a su alrededor y ver siempre un paisaje idéntico, sin montañas ni mar ni bosques, lo aterra.
Enil’of sacude la cabeza para ahuyentar estos pensamientos y se concentra en su misión. Olfatea el aire, se agacha, observa la tierra. En una rama halla pelos de animal. No está lejos.
Mientras camina sin hacer ruido, piensa en lo que ocurrirá cuando lo cace. Con este tigre, tendrá más trofeos que Ertof. Se lo ha dicho Vinam’atí, y ella jamás se equivoca. Nadie en el grupo sabe contar como ella. «Uno», «pareja», «tríada», eso es todo lo que cualquiera sabe contar. Después de «tríada» solo hay «muchos».
Pero Vinam’atí dio con la forma de contar. Enil’of recuerda, siendo él aún el pequeño Raspuv, cómo ella intentó explicárselo:
—Podemos agrupar lo que queremos contar en parejas y tríadas a su vez, y contar estos grupos —dijo ella con excitación—. Después de «tríada» tendríamos «pareja de parejas», después «pareja y tríada», después «pareja de tríadas»…
Raspuv no había entendido nada de lo que decía Vinam’atí, pero se divertía poniendo a prueba ese don:
—¿Cuántos pájaros hay en ese árbol? —preguntaba.
—Una tríada de parejas y uno —respondía Vinam’atí.
—¿Cuántos hombres han salido a cazar hoy?
—Una pareja de tríadas de tríadas.
—¿Cuántas lunas han pasado desde que nací?
Esa siempre ha sido su pregunta favorita. Enil’of no sabe cómo, pero Vinam’atí ha ido contando las lunas transcurridas desde que él nació. No importa cuánto tiempo pase, ella siempre tiene la respuesta. Incluso ahora que se ha hecho hombre, sigue preguntándoselo de vez en cuando. La última vez, hace apenas dos lunas:
—¿Cuántas lunas han pasado desde que nací?
—Una pareja de parejas de parejas de parejas de parejas de una tríada y una pareja de parejas.
Cada vez que Vinam’atí le da la respuesta, él suelta una profunda carcajada, consciente de que nunca será capaz de contar como ella. Este juego es uno de los muchos secretos que mantienen entre ellos. Nadie más del grupo sabe que Vinam’atí puede contar más allá de una tríada. Si se enteraran, lo más probable es que decidieran que tiene demasiado tiempo libre y le dieran más tareas.
Un crujido lejano hace que Enil’of se ponga alerta. Su agudo oído es otra de sus ventajas cuando sale de caza, le permite distinguir cualquier sonido fuera de lo normal. En este caso, no es un animal quien lo ha hecho, sino alguien que no tiene miedo a ser percibido. Ertof, piensa él. Su padre siempre se ha servido más de la fuerza que de la astucia a la hora de cazar. Por un lado, se alegra de saber que no le lleva tanta ventaja, pero por otro teme que las pisotadas de su rival puedan ahuyentar al tigre. Enil’of decide mantenerse sigiloso para que su padre no se percate de su presencia.
Mientras se desliza a través de la maleza, recuerda con amargura que no ha podido bañarse esta mañana. Desde que tiene memoria, sumergirse en el mar antes de ir de caza ha sido uno de sus rituales más importantes. La mayoría del grupo evita el agua salvo cuando tienen que pescar, pues dicen que está demasiado fría. Él, en cambio, goza del helado abrazo que rodea su piel.
—Creo que ya sé por qué se te da bien cazar después de salir del mar —le dijo Vinam’atí una vez.
—Yo también lo sé —respondió él con seriedad—. El mar me bendice cuando lo hago.
—Yo creo que es por el olor —insistió ella.
—¿El olor?
—Sí. Cuando sales del agua no hueles a hombre, hueles a mar. Eso debe de confundir a los animales, por eso no notan que te acercas a ellos.
Enil’of recuerda cuánto lo enfureció aquella explicación. Sintió que Vinam’atí intentaba menospreciar su ritual. Estuvo casi dos lunas sin dirigirle la palabra. Sin embargo, el enfado se acabó desvaneciendo. Sabía bien que Vinam’atí no podía evitar buscar los motivos de todo cuanto la rodeaba.
Otro ruido. Una rama quebrada. Ertof se está acercando. Enil’of expulsa de su mente las preocupaciones por no haberse bañado y vuelve a concentrarse en la caza. Cierra los ojos. Si quiere llegar al animal, tiene que fundirse con el bosque. Aguza sus sentidos. Puede oírlo todo, desde el batir de las alas de los pájaros hasta el roce que las hojas hacen entre sí, movidas por el viento. Un murmullo bajo y casi imperceptible llama su atención. Ya sabe en qué dirección debe ir.
Se mueve con cautela, tanto para no alertar a la presa como para no delatar su posición al otro cazador. Se desliza a través de arbustos y claros con la fluidez del aire. Cuando está a punto de llegar al lugar del que surgía el murmullo, aparta la rama de un árbol con cuidado.
Allí está. Frente a él, una intensa mirada felina. La bestia es enorme, quizás el tigre más grande al que se ha enfrentado jamás. Enil’of maldice su suerte. El animal está a apenas tres pasos de él. Demasiado cerca para usar la lanza que empuña. El tigre clava las patas en la tierra y hunde sus hombros, sin dejar de observarlo. Si Enil’of hace un gesto abrupto o si intenta coger el cuchillo que lleva en el cinto, la fiera saltará sobre él sin darle la posibilidad de defenderse.
Otro sonido llama su atención. Varios pasos por detrás del tigre, Ertof se asoma entre dos árboles. Enil’of sabe lo que significa. Su padre está a la distancia perfecta para atacar a la presa. Será él quien la cace. El joven deja escapar un gruñido de frustración. Debería estar aliviado, a fin de cuentas la presencia de su padre va a evitar que él muera despedazado por el tigre. Pero no se alegra. Va a ser Ertof quien lleve el trofeo de vuelta a la gruta. Ertof quien siga siendo el jefe al acabar el día.
Sin levantar la mirada de la fiera, que parece calcular cuál será el mejor momento para atacar, Enil’of intenta apartar de sus pensamientos la humillación que está a punto de sufrir. Pasará mucho tiempo hasta que los demás olviden que le debe la vida a Ertof.
Podría quedarse así, inmóvil en su amargura, mucho más tiempo, de no ser por algo que llama su atención: Ertof no se ha movido de donde está. No ha sacado su lanza para cazar al animal. ¿A qué espera?
De repente, se da cuenta: Ertof, «el fuerte», su padre, no va a salvarlo. Permanece ahí, inmóvil, con la gélida mirada fija en las dos presas que tiene ante sí. Enil’of vuelve a posar sus ojos sobre el tigre. Si quiere salir vivo, por difícil que resulte, tiene que ser veloz. Controlando su respiración, realiza una rápida maniobra con sus brazos para colocar el arma en la posición adecuada. El tigre, que ha comprendido el movimiento antes incluso de que el joven lo hiciera, se abalanza sobre él con las fauces abiertas. Enil’of siente el doloroso desgarro que las uñas del animal hacen al lacerar su mandíbula.
···
Ya se han encendido varias hogueras en la entrada de la gruta cuando alguien distingue, a lo lejos, una figura. Por su caminar, es Ertof. Su silueta es más gruesa de lo habitual, se diría que transporta dos bultos. Todos permanecen en silencio mientras se aproxima. Cuando está lo bastante cerca del resplandor de las llamas, deja caer su carga a la vista de todos: un tigre enorme y Enil’of. Ambos muertos.
Todos observan los dos cadáveres en silencio. Es difícil imaginar lo que piensan. Ertof no dice nada, se limita a dirigir una breve mirada de advertencia al grupo. Entonces, se agacha junto a los cuerpos. Arranca los colmillos de la fiera y coge el cuchillo del cinto de Enil’of. Mientras se incorpora, un grito atroz surge del grupo.
De él sale Vinam’atí, que se abre paso a codazos y se arrodilla junto a Enil’of. Nadie la ha escuchado jamás emitir un alarido semejante. Y sigue gritando mientras abraza al cazador muerto, como si no necesitara tomar aire para hacerlo. No es llanto, es algo más. Como si la tierra y el viento rugieran a la vez. Ertof no retrocede, aunque parece inquieto por la situación. Al levantar la vista, el jefe se da cuenta de que todas las miradas se concentran en él. Todos, grandes y pequeños, fuertes y débiles, mantienen los ojos fijos en él y el cuchillo que le ha quitado a Enil’of. Aun sabiéndose más fuerte que todos ellos, Ertof nunca ha visto tal actitud y, por un instante, siente miedo. Con un gesto desdeñoso, arroja el cuchillo de piedra junto al cuerpo de su hijo y se aleja.
Vinam’atí se queda en esa posición toda la noche, estrechando entre sus brazos el cuerpo sin vida de Raspuv, de Imanod, de Enil’of. Su grito se atenúa a medida que las estrellas se van desplazando sobre ella, pero no se interrumpe. Por la mañana, algunas mujeres la convencen para que les deje untar el cuerpo del joven con ocre. Hay que prepararlo para devolverlo a la Madre.
—Lo enterraremos en la gruta de los espíritus —dice ella.
Todas la miran boquiabiertas. La voz de Vinam’atí ha cambiado, se ha vuelto fina y rugosa, con una cadencia enigmática que recuerda al sonido de la espuma del mar que choca contra las rocas. Pasarse toda la noche chillando ha debido dañarle la garganta.
—No podemos enterrarlo allí —responde una anciana—. Los espíritus se comerán el cuerpo.
Vinam’atí las mira con desprecio y las llama estúpidas. Les dice que no hay ningún espíritu en esa gruta, es solo el viento. Las mujeres no saben qué hacer y lo consultan con Genev’teg. El brujo, tan sorprendido como ellas por el cambio de Vinam’atí, acaba aceptando.
Al atardecer llevan el cuerpo hasta la gruta. A pesar del temor que esta inspira, la mayor parte del grupo está presente. Vinam’atí, con la autoridad que emana de su nueva voz, dirige el enterramiento. Ella se ha ocupado de vestir a Enil’of con sus mejores pieles y de colocar junto a él sus trofeos y armas. También le ha puesto en la cabeza un casco tejido con conchas. Todas las que ella ha recogido en la arena desde que era niña. Tríadas de tríadas de tríadas de tríadas de tríadas de conchas. Tantas que ni ella misma sabe contarlas.
Cuando han cubierto el cuerpo de Enil’of de tierra, todos salen de la gruta de los espíritus y regresan a sus quehaceres. Pronto se olvidan de él. La única que no lo hace es Vinam’atí, cuya voz sigue siendo pura y rugosa, como la arena, y a la que ahora llaman Enerca Di’nade. Todos los días va a la gruta de los espíritus. A hablar con el viento, según dicen.
Conforme pasan las lunas, la figura de Enerca Di’nade se reseca, su espalda se curva y sus manos se agarrotan. Ya apenas puede atender los partos y otras mujeres la sustituyen. Aunque camina con una leve cojera, sigue yendo cada día hasta la gruta deshabitada para hablar con el viento. Un día ya no regresa y todos saben que se ha fundido con los espíritus que la habitan.
Nadie suele acercarse por allí, aunque algunos aseguran que, además del silbido del viento, se puede oír otra voz, el susurro quedo de una corriente de aire que resuena entre las rocas. Solo una persona en todo el grupo cree saber lo que el viento y la corriente se dicen. Una de las viejas que cosen en la oscuridad y que, sin saber cómo ni cuándo, asegura haber escuchado una vez esas palabras:
«Cuando sea jefe, ya no tendrás que ser Vinam’atí», dice el viento.
«¿Y quién seré?», pregunta la corriente.
«Serás quien tú quieras ser».
Este relato está inspirado por los restos humanos fechados hace 28.000 años y hallados en la gruta de Arene Candide (Italia). El relato obtuvo el segundo premio en el I Concurso de Relato Histórico Fábulis. La antología completa del concurso está disponible aquí.